Ananké. Fotografía de Luis Marín 2010

martes, 13 de septiembre de 2011

Voz, música y sonido en/de/para el objeto



¿Cómo evitar que el sonido, la palabra, la música no sean sino una
redundancia de la imagen, un simple acorde superficial que deja la
parte peligrosa intacta, la única que importa para aproximarnos
a nosotros mismos? 


Brunella Eruli


Cecilia Andrés / H. R. Luna

La voz que surge del teatrino es una voz chillona que lastima. No se sabe si es la voz de un títere en caricatura de sí mismo, el grito de angustia de su animador ante la crisis del oficio o la desesperada lamentación de un objeto sometido a la tortura de representar una rutina vieja, desgastada.
Hace muchos años, el títere compartió con el bufón el privilegio y la condena de ser los portadores de la verdad irresponsable e instituir su derecho a la palabra loca. Así, pudo decir lo que nadie se atrevía, hablar lo que se callaba, exponer lo que se quería ocultar. Se convirtió en versión mejorada del esclavo que susurraba al césar en su oído memento mori y como él, sólo que abierta y descaradamente, pudo reírse a carcajadas.
No escapó siempre del castigo. Fue perseguido, juzgado, eliminado. Pero el gusto y el placer de hacer lo que le viniera en gana y burlarse de ello valieron la pena.
Hoy, esa risa, las burlas, las verdades, sus palabras locas, ya no se escuchan en las plazas.  Cada vez más a menudo ya ni siquiera se escuchan en ninguna parte. La sociedad disciplinaria y la del espectáculo y los media han acabado por engullir su rebeldía y locura regurgitando apenas una voz que chilla mientras agoniza.
¿Dónde buscar sus voces, su música, su canto y sus sonidos?
Ahora que la oferta es tan amplia e inabarcable; en medio de la estandarización más terrible, cuando las voces de Shakira, Beyoncé, Thalía, Britney Spears, son intercambiables como mercancía en oferta; en una época en que nadie sabe a quién oye ni le importa y todo se parece, suena igual y sirve para transitar por un mundo que nadie entiende ni quiere entender y aturdirse y deambular alucinado y ajeno a todos, a todo, y a sí mismo sobre todo…
¿Qué es una voz humana en este desconcierto universal?
¿Para qué la música? ¿Qué importan los sonidos?
Es curioso que, precisamente ahora, cuando disponemos de cientos de investigaciones acerca del sonido y de la voz; de miles de millones de piezas musicales; de miles de posibilidades de crear o recrear sonidos; justo en este momento, los espectáculos se orienten cada vez más hacia la profilaxis estética y emocional o a la vulgaridad y obscenidad extremas, pero muy pocas veces hacia la poesía, la emoción profunda, la imaginación provocadora, el delirio o la sana locura.
Es curioso que, pudiendo crear mundos enteros, nos limitemos a recrear parcelas que rocen la inmundicie.
Tal vez sea el zeitgeist de este tiempo. Pero quizá es simplemente la mortal inercia de la comodidad y el usufructo.
El universo que habitamos es sonoro. Todo vibra, suena, se escucha. Hay música compuesta en base a los sonidos producidos por los choques de protones, hadrones y toda la amplia gama de partículas que investiga el LHC del CERN en Suiza.
Están las voces magníficas de  Bobby McFerrin y Diamanda Galás para conducirnos al cielo o al infierno en sus conciertos. Lo que hace Galás en sus performances nos muestra TODO lo que pueden hacer la voz humana y su tecnología.
Desde Apocalypse Now, el diseño sonoro ha ganado un puesto esencial en la producción de películas, en la danza y el teatro.
Gracias al cine, la televisión, la radio y los iPod y sus símiles, la música acompaña cada uno de los actos cotidianos de cualquier ser humano. Es imposible no asociar, real o imaginariamente, un beso adolescente, una petición de mano, un paseo por el bosque o la playa, con una música determinada. Lo difícil es, claro, evitar el lugar común y los violines.
John Cage hablaba de la fisicalidad del sonido. La música contemporánea pone énfasis en la sonoridad de los fonemas más que en su significado, es decir, toma en cuenta su materialidad de objeto. Estas fisicalidad y materialidad, esta calidad de objeto que posee el sonido debería ser tenida en cuenta en un teatro de títeres considerados éstos como objetos que se animan en función dramática.
Drama es acción. El títere es una palabra en acción. Sin embargo, en escena sucede poco de esto.
Una vieja discusión versaba acerca de si el títere podía o no soportar en escena un texto largo. La mayoría de los expertos aseguraba que no, era difícil cuando no imposible que lo hiciera. Luego, uno veía sus obras y los conocía por ellas.
El títere resiste largos parlamentos cuando éstos tienen sentido, ritmo, poesía y están bien dichos y comprendidos por su animador.
Los resiste cuando ejecuta sus acciones nítidas y con sentido. En turco o en euskerra, por ejemplo, no es posible seguir  una historia atendiendo a las acciones físicas, que tienden a repetirse una y otra y otra vez, mientras el títere habla, habla, habla sin parar. Igual ocurre cuando el idioma es conocido, sólo que lo notamos menos debido a que comprendemos el significado de los textos.
En general, se trata de textos monótonos, coloquiales, aburridos y para nada dramáticos porque nunca hacen avanzar, justamente, la acción (uno de los prerrequisitos del diálogo dramático). Son, por desgracia, los más frecuentes.
En la dramaturgia contemporánea se busca que la palabra accione por sí misma. No siempre se logra, pero esa es la intención de los autores. Uno de los mejores ejemplos es Bildbeschreibung (Descripción de una pintura), de Heiner Müller, donde la palabra acciona de tal modo que, prácticamente, no necesita siquiera ser enunciada por un actor para producir sus efectos.
La voz humana, considerada como un objeto más, debe accionar también, convertirse en algo vivo, ya que, como afirma Silvia Quirico, alumna del Roy Hart Theater, la voz es una expresión de vitalidad. Incluye cada instinto, emoción, sentimiento y humor, y nos permite experimentar y expresarlos a todos, con las más sutiles modulaciones. El cuerpo y la voz están ligados al movimiento, el cuerpo vibra con el sonido, manifiesta nuestras emociones y nuestro imaginario.
En su rincón de Malérargues, los discípulos de Roy Hart han desarrollado una serie de técnicas para recuperar la voz original de cada uno y sanarla, aliviando con ello al cuerpo entero. Lo hacen con base a la integración de movimiento, relajación, acciones físicas, canto, etc. Centros similares existen en varios países, a menudo guiados por egresados de este grupo.
Grotowski deseaba para sus actores una voz y un cuerpo capaces de realizar en escena algo imposible de imitar por los espectadores. Barba propone usar la voz para crear paisajes sonoros. Para una de sus actrices, Julia Varley, cuyos problemas con su voz fueron objeto de una larga búsqueda, la voz es más personal que el cuerpo (…) El paisaje emotivo es creado por la modulación del sonido y por la presencia viva de eso que es la fuerza del teatro y también su límite. El misterio de la voz es precisamente aquel de no tener confines: viaja cerca y lejos, ríe y llora, se sienta y vuela. Pertenece a un espacio que se encuentra entre aquel que habla y las otras personas, entre los topos o las estrellas con las cuales nos comunicamos y nosotros mismos, entre los ausentes que aún están cerca y aquellos desconocidos que están lejos y en espera de escucharnos.
Cada objeto reclama su voz específica y uno debe tratar de hallarla abandonando todo prejuicio, toda predeterminación. Cuando se acierta, el objeto sonríe de un modo extraño.
La voz es lo que identifica una presencia.
Si quitamos el sonido a una película, a una escena teatral o a una de la vida real podemos observar los gestos inútiles, los movimientos absurdos, las acciones vacías, las miradas que no dicen nada. Por eso las acciones físicas deben poseer un sentido en sí mismas, tener un significado orgánico, interno, una estructura invisible pero real que las sustente, deben hablar en su silencio.
El ejercicio contrario es  igualmente válido y necesario: quitemos la imagen. La escena debe sonar, tener sentido, provocar sensaciones y emociones. Las metáforas sonoras son muy fuertes, básicas. El texto debe escucharse con la partitura exacta. Si una obra no suena, no sirve.
En la puesta en escena se sobreponen múltiples discursos. Cada uno significa por sí mismo y añade su significado a cada uno de los otros, los afirma, niega, contradice, contrapuntea, resalta. Jamás se impone o se interpone. Contribuye a la creación de una multivocidad de estímulos que se traduzca en el espectador en una multivocidad de significados.
Una imagen patética: la marioneta que insiste en bailar siguiendo el ritmo y aferrada a dar una ilustración del tema.
Parece como si el marionetista desconociera la danza contemporánea y todos sus aportes; como si el siglo XX no hubiera ocurrido; como si la música misma no se hubiera desarrollado. Por desgracia, casi siempre, la música que el teatro de títeres elige es la clásica de siglos anteriores, la folklórica o popular del país o la que es tan evidente en su sentido que todo muere en ella.
Uno debe pensar en la voz de cada objeto, cada personaje; el sonido de cada palabra, cada acento, cada frase; la música que multiplique sensaciones, que abunde en metáforas y símbolos, que nunca aplaste al títere o a la escena ni redunde en ella; en los sonidos que permitan la creación de mundos, la ampliación de los imaginarios, la libertad del viaje.
Debe emplear la tecnología adecuada: el uso o no de micrófonos inalámbricos, la localización de las fuentes, los parlantes; saber si se deforman las voces, se utilizan pregrabadas, en un canal o en dos, con efecto surround o sin él.
Cada obra debe ser un universo único, el que deseamos habitar sobre la escena y proyectar en los espectadores. Si algo no nos conmueve profundamente, entonces no funciona. Sólo sirve aquello que nos sorprende, nos emociona y enloquece, hace surgir voces que desconocíamos, actos que no imaginamos, títeres que no soñamos, sonidos que jamás hemos oído o presentido, músicas surgidas de sitios ignotos.
Crear a partir de perdernos en el caos, externo, interno, colectivo, es la única salida de este panóptico que han levantado para convertirnos en espías y censores de nosotros mismos, para quitarnos la voz auténtica, hurtarnos nuestra música, enajenarnos los sonidos del mundo, cancelarnos el canto.
Necesitamos cantar nuestra propia canción porque, como dijera Salman Rushdie, somos criaturas en búsqueda de exaltación (…) y las canciones nos muestran un mundo que amerita nuestro lamento, nos muestran cómo deberíamos ser si, de verdad, estuviéramos en el mundo.